miércoles, 25 de agosto de 2010

Glifosato por la noticia...


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Por Carlos Girotti (*)

La portada de Página 12 de ayer no deja lugar a dudas: una revista científica norteamericana publicó el trabajo del argentino Andrés Carrasco y, al hacerlo, validó sus severas advertencias sobre la exposición de humanos al glifosato, el herbicida asociado al cultivo intensivo de la soja. Pero la nota de tapa del matutino también interpela a todos los integrantes del sector científico y tecnológico nacional: ¿acaso estaban esperando la publicación extranjera para actuar en consecuencia? ¿necesitaban de eso para ir contra Monsanto porque los testimonios de labradores y pequeños campesinos afectados por el herbicida no eran suficientemente serios?

Andrés Carrasco es director del Laboratorio de Embriología Molecular de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires y ex Presidente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) durante el gobierno de la Alianza. Se trata de un científico que, quizás cuando fue muchacho, habrá cruzado un par de piñas en el potrero del barrio, pero que ahora en los puños sólo lleva denuncias por las cuales, recientemente, una patota lo agredió a trompadas en el Chaco.

Todo eso, e incluso buena parte de sus advertencias sobre las graves consecuencias que trae el uso del glifosato para la salud humana, han sido recogidos por la prensa. Sin embargo, ninguna autoridad ha dicho esta boca es mía, salvo el intendente de la localidad chaqueña de La Leonesa que fue quien comandó la agresión contra el investigador del Conicet. Tampoco las sociedades científicas, los colegios profesionales, las revistas de divulgación han mostrado preocupación ni indignación, excepción hecha de algunas manifestaciones solidarias y firmas en blogs y solicitadas que, por suerte, nunca faltan.

¿Qué le pasa al mundo académico, científico y tecnológico? ¿Qué ocurre con las autoridades sectoriales, con el Ministerio del ramo, con el Conicet? Aun en la suposición de que Carrasco estuviera equivocado, o de que sus trabajos carecieran de fundamentos, lo menos que se podría haber hecho es solidarizarse inequívocamente con él tras las agresiones sufridas. Ahora lloverán las solidaridades, pero porque –tal como lo indican las normas establecidas para la evaluación científica- el trabajo de Carrasco fue publicado por una prestigiosa revista, lo que significa que su comunicación ha sido convalidada por otros científicos que actúan como referís. El famoso juicio de pares. Faltaba eso, el juicio de pares, para que cualquier integrante del sector científico y tecnológico diera crédito a las advertencias de Carrasco o, como mínimo, que se sintiera autorizado a preguntarse sobre los alcances del modelo sojero (o minero cuando se vean los desastres producidos por el cianuro).

El escritor Mempo Giardinelli, el economista y director del BAE, Aldo Ferrer, y Enrique Martínez, Presidente del INTI, no necesitaron ser “emprendedores sojeros” para polemizar públicamente con Gustavo Grobocopatel, astuto defensor del paraíso político, económico y social que crece junto con el poroto de soja. Es decir, no necesitaron ser pares de Grobocopatel para cuestionar el modelo que éste apuntala con todo su savoir-faire de emprendedor hipermoderno y fino intelectual orgánico de los pools de siembra. ¿Qué precisan los científicos y tecnólogos argentinos para hacerlo? ¿Un paper validado por el comité de redacción de una revista especializada y, sobre todo, extranjera?

El mundo argentino de la ciencia y la tecnología carece de los reflejos imprescindibles para interpelarse -e interpelar a la sociedad y al Estado- sobre los alcances de un modelo de desarrollo que, en la práctica, contabiliza a ambas actividades como socios concurrentes pero silenciosos. Y no es sólo con la soja o la minería a cielo abierto. Hay un silencio de estrépito en tópicos inexcusables que hacen a la salud pública, como la producción pública de medicamentos, salud reproductiva y materno infantil, la despenalización del aborto, las enfermedades de la pobreza y tantos otros. Es como si la comunidad científica no tuviera otra obligación que no fuese la de responder, en tiempo y forma, a la requisitoria de informes periódicos para la evaluación de sus actividades, a llenar formularios para presentarse a la operatoria de subsidios financiados con la deuda externa que se contrae con el BID, a concurrir a congresos y a publicar en revistas especializadas. Ni siquiera cuenta la importancia de preguntarse por qué razón los 15.000 investigadores, profesionales, técnicos y becarios del CONICET no tienen paritarias, aunque en la Casa de Gobierno haya –por primera vez en la historia- un salón dedicado a sus figuras más relevantes y, también por vez primera, haya un Ministerio para el sector.

No es que nunca se registraron reivindicaciones y luchas sectoriales. Aún hoy se cuentan honrosas excepciones que recogen con dignidad la memoria de los científicos desaparecidos bajo la dictadura militar, el enfrentamiento al oscurantismo, a los experimentos clandestinos con virus recombinantes y a los afanes privatizadores de la época menemista y del plan del Banco Mundial, al conservadurismo de hoy y de siempre que les niega a los becarios su condición laboral de investigadores en formación, al cientificismo que justifica su razón de ser en la evaluación de pares, pero que en silencio abona un modelo productivista que jerarquiza los beneficios empresariales antes que la promoción y defensa del interés público. Sin embargo, estas manifestaciones de rechazo quedan en el testimonio puntual y solitario, mientras una masa inerte de recursos altamente calificados y formados en las instituciones estatales espera a ser tocada por la varita mágica de un emprendimiento privado, o a ser captada por algún instituto extranjero de investigación. Este modelo de desarrollo científico y tecnológico no puede poner en cuestión aquello que, en definitiva, está como parte constitutiva de sus cimientos, esto es, la enajenación ciudadana del personal que lo conforma.

Para cambiar ese modelo es preciso que al menos una parte del personal científico y tecnológico comience a percibir que hay otros sectores de la sociedad que le demandan su propio protagonismo. En los últimos días, sin ir muy lejos, varias iniciativas dan cuenta del vacío que deja la comunidad científica al no interpelar, desde sus saberes específicos, un orden de cosas que merece ser modificado. El Espacio Carta Abierta, tan criticado por izquierda y derecha en su supuesto seguidismo a la agenda gubernamental (de hecho, Carrasco lo critica por izquierda), organizó desde su Comisión de Mujeres un alegato frontal en favor de la despenalización del aborto y, luego, desde su 2° Foro de Salud, promovió un debate y una crítica a la injustificable demora oficial para ejecutar la producción pública de medicamentos. A su turno, tres representantes de agencias de las Naciones Unidas le hicieron saber al gobierno su preocupación por el aumento de la tasa de mortalidad materna, en función de los abortos inseguros, lo cual resuena tanto en la inexplicable recusa del ministro del ramo a firmar la resolución que avale la guía para atender abortos legales, como en las críticas que el funcionario recibiera de parte de organizaciones de la sociedad civil vinculadas a los temas de género.

En pocas palabras: iniciativas sociales no faltan; lo que falta es que una parte de los científicos y tecnólogos las asuma como propias y, de este modo, resignifique también el sentido de su quehacer. No habrá un Nobel por ello: apenas la íntima convicción de contribuir, con modestia, a tener un país mejor.
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(*) Sociólogo, Conicet