Comenzamos
esta carta –que a la vez es un llamado– con la fácil comprobación de cómo han
avanzado, de qué recursos se valen y cómo se realizan los crecientes procesos
de deslegitimación del Gobierno. El estadio siempre presente de lo político, si
bien no suele ser el más hablado, es el de la creencia colectiva, la libre
opinión emancipada del tejido social. Hay un tono diario que tienen el hombre y
la mujer de la calle para expresar en un sistema sabido de signos rápidos, sus
opiniones sobre la relación de los hechos colectivos con sus propias
perspectivas vitales. Como sabemos, son la forma más profunda y también menos
formalizada de las opciones políticas. Creencias en estado de insinuación, que
suelen llamarse humores o estados de ánimo, nombres imprecisos pero elocuentes,
en cuyo otro polo suelen estar las elucubraciones más exigentes, el cálculo de
los políticos y el modo real en que operan las fuerzas sociales y económicas.
Estamos
hablando del basamento efectivo y crítico en que se enraíza todo gobierno, el
sustento de la verosimilitud del vivir común en un sociedad, las hipótesis que
nos dejan entrever que no hay miedo en la convivencia, que hay esperanza en la
vida pública y argumentos, por más que puedan ser apenas borroneados, en la
esfera manifiesta de las acciones democráticas. Revistiendo tanta importancia
el núcleo de creencias públicas que son siempre cambiantes, pero no impiden
revelar una viga maestra de donde toda comunidad viviente extrae el concepto de
lo justo, hasta cierto punto es lógico que sean ellas las primeras atacadas.
Ellas deben ahora encontrar sus propias lógicas expresivas ante el avance
impiadoso de una narrativa mediática que apunta a deslegitimar, bajo la forma
de un relato brutal, lo recorrido desde mayo de 2003. Para producir el ataque
buscan sus símbolos evidentes, las palabras que ciertos ritos, ingenuos o
profundos, señalan como el lugar de la creación de mancomuniones sociales. Es
lógico, decimos, que quien desee perjudicar de modo extremo esta conjunción
ciudadana donde se encuentran las instituciones visibles y la vida cotidiana,
las políticas públicas y las realidades del trabajo, la actividad persistente
de las más diversas militancias, dirija su hostilidad a los cimientos formadores
de la adhesión que se congrega en las capas de la población que sostienen una
experiencia singular de cambios sociales. ¿Qué cambios? Los que implican que
por primera vez en la historia nacional se discutan aspectos de la organización
del Estado y la sociedad, de la Justicia y los medios de comunicación, con
sentido emancipador y no restrictivo o portador de coerciones. Se trata,
después de muchos años, de darle a la idea de justicia una dimensión que logre
articular lo que siempre fue prolijamente separado por los poderes económicos:
la libertad y la igualdad. Contra la apertura inédita de estas dimensiones
fundamentales de la vida social es que se dirigen estas acciones profunda y
visceralmente desestabilizadoras no sólo de la continuidad de un proyecto
transformador sino, también, destinado a incidir insidiosamente sobre el
sentido común de una parte significativa de la sociedad que es capturada por
ese discurso destructivo y hostil de cualquier forma de convivencia
democrática. De las cloacas del lenguaje se extraen los argumentos que, más
allá de cualquier prueba, son presentados como la verdadera cara de un gobierno
supuestamente atrapado en su propia red de venalidades y corrupciones. Ya no
importan las diferencias políticas o ideológicas, tampoco los modelos
económicos antagónicos, lo único que le interesa a esta máquina mediática
descalificadora es sostener un bombardeo impiadoso y constante que no deje nada
en pie.
Pero
entonces, con menos pruebas que arietes dirigidos a mansalva, ausentes los
fundamentos del uso de la prueba, la investigación, el juicio sobre las leyes y
el mismo andamiaje legal del país, se considera todo ello fruto de un espíritu
despótico, de jefes políticos que se prepararon toda una vida para llegar a la
función pública mandando agrandar los cofres familiares mientras pronunciaban
palabras como impuesto a la renta agraria o asignación universal por hijo.
Nuevamente la impostura pero ahora justificada por un ansia desenfrenada de
enriquecimiento. La oscura figura del avaro, la brutal construcción del “judío”
con los bolsillos llenos de dinero que supo desplegar el antisemitismo
exterminador, el relato de fabulosas bóvedas rebosantes de oro y de billetes se
convierten, como en otros momentos de nuestra historia en la que gobiernos
populares fueron derrocados por ominosas dictaduras, mediante la estética del
más consumado amarillismo periodístico, en santo y seña de una oposición que
busca destruir no sólo un gobierno, sino la propia legitimidad de la política.
Todos los recursos de esas estéticas televisivas y de la ficcionalización
disfrazada de realidad son movilizados por quienes buscan horadar a un gobierno
que, por primera vez en décadas, cuestionó injusticias y desigualdades, tramas
monopólicas y abusos de poder de quienes siempre se sintieron los dueños del
país. Quieren sembrar la duda en el interior de la sociedad. Buscan emponzoñar
una realidad que ha sido transformada en un escenario por el que desfilan
políticos corruptos, valijas llenas de dinero, oscuros entuertos financieros,
prebendas nacidas del afán pantagruélico de quedarse con riquezas fabulosas.
Atacan no sólo al kirchnerismo. Su objetivo es más amplio: apuntan a destituir
cualquier posibilidad de que la política sea un instrumento emancipador.
Pero si se discute
la Justicia es porque finalmente una comunidad arribó a la discusión de lo más
profundo que hay en la Justicia: lo que se halla en las pausas internas de sus
articulados, en la manifestación misma de las figuras del derecho, que es lo
que aquí llamamos lo justo. El intrínseco actuar común en torno del diferendo
que se resuelve con argumentos y el pensar sobre los otros. Lo justo es la
alteridad de nuestra propia vida ofrecida como prueba de que ella misma debe
introducirse en esos domicilios del pensar común sin hacer excepciones a favor
de uno mismo. Lo justo también como una práctica que, al mismo tiempo que
reconoce al otro y a su diversidad, también se afirma en la distribución más
igualitaria de los bienes materiales y simbólicos. Lo justo no como retórica de
lo nunca realizado sino como evidencia, más que significativa a lo largo de
esta última década, de un proceso de transformación social que no sólo vino a
reconstruir derechos sociales y civiles sino a poner en cuestión la hegemonía
de aquellos que condujeron al país a la desigualdad y la injusticia. Eso es lo
que no perdonan ni aceptan. Contra eso dirigen todas sus baterías mediáticas y
sus golpes de mercado.
Sin
embargo, los ataques a lo justo comienzan siempre en los lugares más sensibles,
que son donde se equilibran el deber de los funcionarios con la organización de
un formidable sistema para repartir cuotas perseverantes de sospechas o
suspicacias respecto de su probidad y acciones regidas por lo que convenimos en
llamar ética pública. Esto ocurrió en todas las épocas, porque no es de hoy el
descubrimiento de que la ética pública es menos un decálogo de virtudes que un
sistema de símbolos de enorme fragilidad que tiene su domicilio último en el
empleo consistente y verídico de la palabra pública. No sabríamos decir, ahora,
si las enormes maquinarias para horadar a los cuadros dirigentes de un país han
excedido, por un lado, lo que ocurría en épocas pasadas, cuando eran las
grandes crisis económicas, los procesos interminables de inflación –como en la
Alemania de los años ’20–, los ámbitos de incerteza que hacían que todo lo
sólido se evaporase en el aire. Sí sabemos que están dispuestos a empeñarse a
fondo, sin ahorrar ningún recurso, para descalificar a un gobierno que ha
puesto el dedo sobre la llaga del poder hegemónico en el país; de un gobierno
dispuesto a doblar la apuesta abriendo brechas antes inimaginables en el
interior de una sociedad que parecía entregada al saqueo de todas sus
esperanzas.
Una época
de cambios en una perspectiva democrática y popular implica un orden de
credibilidades públicas donde no sea la prepolítica del miedo la que dirija la
economía sino la economía la que se inserte como acto inherente a las figuras
explícitas del argumento político. Los pronósticos de las crisis capitalistas
como los que realizara Rosa Luxemburgo en 1913 o las graves desidias
comprobables que se notaban en la esfera pública en las épocas que llevaron a
terribles guerras siguen siendo aleccionadoras. A estos eventos, que
denominaríamos crisis objetivas de los sustentos de los regímenes
representativos parlamentarios, se les agrega ahora el proyecto de originar un
descalabro en las figuras públicas que son emblemas de gobiernos populares y le
dan su forma de aglutinamiento, especialmente fijadas en su nombre. Lo que
antes era la consecuencia de la debilidad de regímenes parlamentarios que
fueron sistemáticamente carcomidos por la ampliación de la crisis económica y
el avance de las derechas fascistas hoy ha mutado en una prédica seudomoralista
que busca deslegitimar a gobiernos democrático-populares utilizando los
recursos, antiguos, de la denuncia serial y el fantasma de la corrupción. No ha
habido en el pasado ni en la actualidad un solo gobierno popular que no haya
recibido las descargas de esa seudomoralina autoproclamada como el último
bastión de la verdadera república siempre amenazada por los populismos. Una
simple y rápida revisión del papel de ciertos medios de comunicación en nuestra
historia, al menos desde Yrigoyen en adelante, permitiría poner en evidencia la
falta de originalidad de la actual campaña desestabilizadora que se viene
llevando a cabo en nombre del “periodismo independiente”. Otro tanto
comprobaríamos con sólo echar un vistazo a lo que ocurre en otros países de la
región en los que los intereses de la derecha se complementan perfectamente con
el funcionamiento de los grandes medios de comunicación. Nunca ha sido tan
clara la intervención desestabilizadora de la máquina mediática puesta al
servicio del establishment económico-financiero. Un lenguaje surgido de las
letrinas amarillistas y de las gramáticas del golpismo histórico se despliega
con virulencia insidiosa desde las usinas del poder mediático que han dejado de
apelar a cualquier tipo de argumentación para desencadenar, una tras otra, una
batería de rumores, mitos urbanos de enriquecimientos olímpicos, denuncias
indemostrables articuladas con una colección de personajes que van de los
lúmpenes del jet set vernáculo a una ex secretaria despechada.
Se funda
entonces una maquinaria de horadar, que por supuesto no es nueva y que incluye
muchos antecedentes en el pasado inmediato de la cultura social de Occidente, y
especialmente de nuestro país. Indirectamente aludimos a la caída de la
República de Weimar que dejó abierto el camino para el ascenso del nazismo al
poder, pero también a los climas previos fomentados por agencias operativas de
los intereses derrocadores, en el caso del gobierno de Arbenz –en Guatemala– y
del candidato Gaitán –asesinado en Colombia en plena campaña electoral–, desde
luego, siempre con climas en la prensa donde se hace cabalgar con mayor o menor
grado de ingenio a los jinetes del Apocalipsis, pero con actos donde de repente
se abren los enrejados de infinitas acusaciones de los ámbitos conservadores,
de cuyas tinieblas puede emerger el revólver donde habita, como dueño del
argumento seco, el disparo final. En nombre del saneamiento moral de la
república se abrieron las compuertas para los peores regímenes dictatoriales.
En nuestra realidad sudamericana, en ese mismo nombre se busca terminar con los
proyectos de matriz popular y democrática que comenzaron al final de la década
del ’90 con Hugo Chávez en Venezuela y que se continuaron en Brasil, Argentina,
Uruguay, Bolivia y Ecuador, signando un tiempo extraordinario en la historia de
un continente dominado y sumergido en la pobreza y la desigualdad por aquellos
que siempre hablaron en nombre de la moral pública. En su nombre avanzó el
golpismo en Honduras y Paraguay.
Estamos en
tiempos diferentes, pero en los cuales una sutil forma de golpismo opera todos
los días bajo el amparo de los nuevos estilos de escenificación, agrietamiento
y cancelación de las creencias sociales. Ejemplos de esta actitud no son
difíciles de encontrar en la historia de nuestro país. La campaña del diario
Crítica en los años ’20 es un ejemplo característico y debe estudiarse en todas
las escuelas de comunicación social. Más allá de la figura, curiosa e
interesante en su excentricidad, de Natalio Botana, el diario salía con sus martillos
cotidianos a perforar creencias cívicas con ejemplos resonantes de corrupción,
ineficiencia, extravagancia del gobernante (la senectud de Yrigoyen) y la
asimilación de sus partidarios al Ku Klux Klan. Hombres sinceros de izquierdas
y derechas –que precisamente se congregaban también en la redacción de Crítica–
adoptaban estas manifestaciones de ingenio metafórico del diario más popular, a
fin de no sentirse expropiados en su conciencia si caía al fin y al cabo un
gobernante llamado inepto –llorado pocos años después, en ocasión de su
fallecimiento, por millones de argentinos, muchos de ellos embargados en un
tardío y comprensible arrepentimiento–. Por cierto, estas corrientes
subterráneas cuyo índice sísmico es la inmediatez del cuadro económico (la
Argentina ha salido de crisis profundas, pero atraviesa conocidos problemas:
para el primer caso no conceden reconocimientos, para el segundo ausentan toda
clase de comprensión), operan como corrientes que siempre han actuado como
terreno ya roturado para las aventuras contrainstitucionales, aunque pasan
muchos períodos dormidos a la espera de sus irrupciones cíclicas en la historia
nacional. Hoy regresan tratando de cerrar un tiempo argentino caracterizado por
el avance poderoso de políticas de reparación social. Van en busca de la
reconstrucción de sus privilegios y, para ello, no dudan en movilizar tanto los
recursos de la espectacularidad televisiva como la complicidad de una oposición
carente de ideas propias. La sombra del revanchismo social, esa que conocimos
en 1976 y que acabó instalándose con el menemismo, se yergue como una amenaza
contra todas las corrientes populares y progresistas y no sólo contra el
Gobierno. ¿Comprenderán los genuinos demócratas que de triunfar la alquimia de
vodevil mediático, intereses corporativos, gestualidad antipolítica y
neogolpismo especulativo, lo que nos espera será nuevamente el vaciamiento de
la vida institucional democrática y el retroceso social? ¿Entenderán que lo que
está en juego es la propia idea de la política como instrumento emancipador? El
aliento fétido de la regresión neoliberal sale de la pantalla impúdica los
domingos a la noche.
No actúan
con pruebas ni documentos irrefutables. Están antes de la prueba y el
documento, en esa faja indocumentada (no que no los tengan en sus identidades
propietarias, puesto que son los que más los poseen) respecto de qué es, qué
fue, qué termina siendo un ciclo histórico en la Argentina. No actúan en nombre
de lo justo, sino de una peripecia espiritualmente de las más complejas,
llamando justicia al desequilibrio social que actúa a su favor, y llamando
golpismo a lo que haría el Gobierno, a fin de justificar lo que con vergüenza
en el decurso de los tiempos muchas veces terminaron acompañando, esto es, sus
propios llamados golpistas sin precisar pronunciar ese mismo nombre. Lo hacen
con la facilidad llamativa de haberse convertido en pobres comediantes de las
derivas fatales de militares golpistas y ministros de Economía que revestían de
argumentos nacionales un fatídico arte para la depredación de los recursos
financieros, energéticos y económicos de la nación. Son actores de un relato
que afirma la condición autoritaria y hasta dictatorial del Gobierno para
generar las condiciones de una irrevocable restauración conservadora. Son
quienes sin sonrojarse hablan desde sus editoriales de “terrorismo simbólico de
Estado” utilizando la tribuna que se benefició del terrorismo real que durante
la terrible dictadura de Videla le dio forma a la apropiación de una empresa
que acabó en las manos de quienes construyeron el monopolio del papel para
diarios en Argentina. El cinismo y la mentira como instrumentos de esa moral
republicana que dicen defender.
Estas
porciones no siempre pequeñas de la población han aguardado en sus reductos sentimentales,
con su arte de mascullar formas de opinión que hacen al juego normal de la
democracia, pero son multitudes disconformes de su propio lenguaje democrático,
que no dudamos que lo tienen, pero como posesión particularista, sin animarse a
definir lo democrático como lo justo y lo justo como la contingencia donde hay
que decidir a favor del bien público siempre. Por eso tiene también el exceso
respecto de ese lenguaje, una sobra inabsorbida por sus corazones que, por
motivos no siempre incomprensibles, dudan sistemáticamente y a priori de las
medidas sociales progresistas y reaccionan cuando perciben tropiezos, que es
evidente que los son, que son sometidos a un sistema de magnificaciones e
hipérboles donde todo es escandaloso y falso. Nada más impropio que a un país
lo dirijan falsarios enmascarados. ¿Se precisaba el magno folletín que contara
esta historia fantasmal con castillos draculianos y llamados telefónicos a
carpinteros infernales que construyeran bóvedas, criptas o cúpulas salidas de
un relato de Edgar Allan Poe, que los carpinteros de la utilería televisiva
tratan de remedar entre risotadas?
Han
descubierto una consigna que merece algún análisis, que es lo contrario de lo
que aquí llamamos lo justo. Una consigna que tiene su vigencia absolutamente
atendible en el momento del accidente lamentable y doloroso en la estación Once
–“la corrupción mata”– y que parece resumir uno de los aspectos que contiene el
golpe certero de un conjunto de problemas que ni son inexistentes ni admiten el
sumario tratamiento cercano al de la justicia mediática que exige rapidez y se
excusa de la falta de pruebas en nombre del difuso concepto con que han
reemplazado al pueblo: “vos”. Pero aquí hay decenas de ciudadanos muertos,
trabajadores que iban a sus lugares de trabajo y sucumbieron con una muerte
absurda que no exime responsabilidades al Estado, los concesionarios, los
operadores del sistema ferroviario en todos sus niveles. “La corrupción mata”.
Es una verdad fundamental pero abstracta. Lo que critican es justo. Pero es lo
justo a través de un encadenamiento argumental que omite eslabones
fundamentales que, de no estar, toda sociedad sería imposible a no ser que
esperásemos al Mesías que nos venga a salvar de esta estructura destructiva que
conduce trenes, aviones, tratados internacionales, ómnibus de corta y larga
distancia, subterráneos, ordena el cada vez más caótico tráfico callejero. Esa
consigna, tan impresionante como es, no es un sinónimo del imperio de la
justicia. Más bien es una proclama del Apocalipsis, donde según los sabios que
lo escribieron el develamiento de cada sello, el misterio de las trompetas y
las cifras cabalísticas llevan a erigir al cordero salvador mediante una
Justicia rápida, encerrada en una creencia sin mediaciones, sólo basada en la
facultad de la profecía. Todo resulta, desde ese enunciado catastrofista, un
escándalo que demuestra, una vez más, que la responsabilidad de todos los males
la tiene un gobierno que mientras anuncia que la pobreza desciende se dedica a
construir bóvedas donde esconde las riquezas mal habidas. El vodevil
televisivo, el stand up ingenioso, el improperio seudovirtuoso del periodista,
puestos al servicio de una Justicia express que, una vez más, nos demuestra que
todo está perdido mientras nos dejemos gobernar por un populismo de hipócritas.
El añorado Capriles argentino se estaría preparando para venir a rescatarnos de
tanta infamia. Su paridor, qué duda cabe, saldrá del espectáculo televisivo en
el que la verdad siempre está siendo revelada.
Interesante
ejercicio para los estudios serios de las relaciones que siempre se encierran
en el magma profundo de las sociedades, aun las contemporáneas y protagonistas
de la Revolución Industrial o informática. Pero la corrupción del capitalismo
es silenciosa, no hay “amigos” allí sino “operadores”, ni toda impericia surge
de los corruptos, que en todos los casos hay que identificar con pruebas. Si
esa consigna la dijeran grandes filósofos de la moral, siempre que no lleven a
que nos gobierne un nuevo Savonarola o la misma Inquisición, sería atendible.
Pero en las sociedades democráticas hay recursos de investigación, juicios,
sumarios y sentencias, que impiden la correlación rígida de estos dos
conceptos. El corrupto que para serlo mata es tema de las novelas sobre el mal
de los siglos góticos. Hoy, con esa frase se puede dejar de lado la verdadera
corrupción de las grandes estructuras capitalistas de dominio para quedarse
apenas con una serie de fotografías de casas solariegas de “nuevos ricos
vinculados” que no hacen bien a los gobiernos, pero desvían la atención de las
verdaderas incisiones que la lógica del Capital hace en la Justicia y en la
Política.
No es justo
que se empleen estos criterios para hacer de la Justicia una justicia
mediática, sin pruebas, haciendo pasar todo discurso político por el cedazo del
discurso cómico, de la afirmación desprovista de pruebas, de la manipulación de
prejuicios sobre toda clase de funcionarios, y arrojando una sonora mácula
contra las figuras centrales de este momento nacional, el ex presidente
Kirchner y su esposa y actual presidenta, Cristina Fernández de Kirchner. La
acción no es nueva, pero lo novedoso es la recreación ficcional, el estilo de
vodevil y de novela de terror gótico en la representación de las valijas de
dólares, como utilería de la vieja tradición del circo-teatro, y del folletín
popular en los bulevares de todos los tiempos. Si no tiene el menor sentido de
lo justo, por lo menos tiene efectividad.
El impulso
dramático que tienen estos métodos, que proviene del uso central de los medios
de comunicación más entrelazados con una receptividad indignada (por razones ni
siempre justas ni siempre injustas), pero que opta por una escena de
truculencias que remiten a la clásica acusación del golpista que ve el origen
de su insondable rencor en el supuesto golpismo de los otros. No admite ser un
agente explícito de la libertad de expresión mientras dice que no la hay. Y así
llega a instalar, como si sobre una entera ciudad se colocara una red de
semáforos perfectamente coordinados, unas fuertes denuncias a la corrupción a
través de técnicas folletinescas viejas y modernas. La espectacularización de
las noticias en general exime de pruebas pero no de un monologuismo sostenido
por escenas cómicas e imitaciones con propósito degradante, bien diferentes a
la genuina crítica que los artistas del humor e ironía les han dedicado a los
gobernantes, desde los tiempos del periódico El Mosquito, que actuó hace ya un
siglo y medio en la política nacional.
¿Vivimos en
sociedades sin corrupción? Esto no es posible afirmarlo. Pero es posible decir
que la corrupción más importante –si este concepto ganara en tipificaciones
jurídicas antes que en amorfas descripciones de comedia musical– es la que
ocurre en las grandes transacciones capitalistas en materia de estructuras
financieras ilegales, circulaciones clandestinas, excedentes que pertenecen a
rubros invisibles de la acumulación de sobreprecios, instancias implícitas de
gerenciamiento de dineros privados considerados como mercancía de las mercancías
en pequeños países que no es que tengan sistema capitalista, sino que el
sistema capitalista los tiene a ellos. Cuando la política se convierte en un
engranaje subordinado que implica un eslabón implícito de remuneraciones de la
circulación financiera, estamos en una sociedad que posee sólo formas
democráticas ficticias. Esa es la aspiración de quienes están por detrás de ese
denuncismo desenfrenado, ésa es la escritura que elabora los guiones del
neogolpismo folletinesco. Su aspiración no es lo justo, su estrategia busca
erosionar a quienes lograron cortar la hegemonía indisimulada de aquellos que
convirtieron, durante décadas, al país en una agencia del capital financiero.
Se llaman
noveleramente paraísos fiscales, con un eufemismo sorprendente, a formas
nacionales o territorios sostenidos por una suerte de ilegalizada legalidad en
el alto capitalismo. Nuestro país es soberano, y sus problemas económicos y
sociales, que no son pocos ni desconocemos, del mismo modo que señalamos los
logros de esta década, sus ámbitos de discusión, que deberían ser más amplios y
sus falencias en el debate público son evidentes –sólo pensar en el nombre de
la etnia qom basta para ejemplificar muchos otros casos– no puede limitarse a
enlatados de televisión con novelas seriales de grosera comicidad, donde se
filman casas de funcionarios –aunque es cierto que hay que ser austero– y
misteriosas cajas fuertes –es cierto que salidas de la imaginación de alguien
que vio las formas físicas en que se representan el poder en películas como
Batman o James Bond–. Sólo en novelas de Ian Fleming las cajas fuertes, los
documentos públicos, las bolsas de dinero están en las cajas fuertes del poder,
pues ésa es la representación empírica y prejuiciosa de lo que es abstracto y
no mediato. Del poder sabe bien Goldman Sachs o los grandes financistas que
pueden desencadenar guerras sin tener siquiera un bóveda debajo de la escalera
de su casa.
Pero
sabemos que este conjunto de palabras apunta a erosionar la figura pública de
un ex presidente, en una acción que se torna una respuesta de music hall para
problemas que merecen otro tratamiento. La marejada política del país llevó a
la ley de medios, ésta a la necesaria reforma judicial, ésta a la consideración
de la vida cotidiana bajo la normativa de lo justo, ésta a la nacionalización
de numerosas empresas públicas, y todo esto debe llevar a nuevos estilos de
discusión, donde en vez de verse los Dragones del Apocalipsis escondidos tras
cortinados donde defienden con arbitrios y trompetas bíblicas sus cajas
empotradas, hay que ver un gobierno que atraviesa distintos momentos y
distintas dificultades, todos propios de la vida pública compleja, mundial y
nacional, y cuyas explicaciones son más que obvias, por más que muchas medidas
no se perciban totalmente eficientes. Pero lo cierto es que, una vez más, no lo
atacan por lo que hizo mal sino por todo aquello, ya consignado, que ha
significado un cambio notable y positivo en la vida del país. Lo atacan, y esto
más allá de los errores y de los aciertos en esta larga batalla política,
porque saben que la continuidad de este gobierno amenaza, como nunca antes, sus
privilegios. Lo atacan, hasta la náusea y utilizando todos los recursos a su
alcance, por haber reinstalado, en nuestra sociedad, la idea de que lo justo no
constituye una quimera inalcanzable o una reflexión académica, sino la práctica
posible de un proyecto sostenido en los principios de la igualdad y la
ampliación permanente de derechos. Lo atacan porque Videla murió en la cárcel y
porque propone, con más costos que beneficios, que la Justicia puede y debe ser
reformada.
Sin
desconocer problemas, sin admitir que se violente la dignidad de la función
pública, sin aceptar que bajo una cita de Jefferson o Madison se nos diga que
no entendemos de los ordenamientos judiciales, que son producto de sociedades
historizadas y no paralizadas por sus clases poseedoras, sin argumentar con
excepciones vigentes sólo hacia nosotros mismos, todo ello nos habilita a
señalar a una prensa que primero le dice golpista al Gobierno –como se lo
dijeron a Yrigoyen para después poder golpear ellos– sin pretender que las
instituciones están al margen de una vivaz discusión cotidiana, hacemos un
llamado a quienes siguen formando en la consideración hacia este gobierno a pesar
de su dificultades –que llamamos a discutir– y de las izquierdas democráticas a
quienes llamamos a deliberar sobre la base de un mismo sentido común: el
sentido de lo justo, madre de las inclinaciones históricas hacia un
latinoamericanismo emancipado, una economía y tecnología sin agresiones al
medio ambiente y un sector progresista de la sociedad que sin dejar de criticar
a la corrupción, como nosotros mismos lo hacemos, no haga de este concepto una
sentencia visual de jueces autoerigidos, de togados mediáticos donde en vez de
pruebas necesarias, que lleven a prisión a quienes sea necesario, como en el
caso Pedraza, sirvan apenas para la tarea menor de ser coadyuvantes de una
comedia desestabilizadora que nos introduzca a una nueva tragedia argentina.
Pero
también destacamos, con el mismo énfasis, que en la semana en que se cumplen
los primeros diez años de este gobierno somos testigos de un país que ha
logrado reencontrarse con aquello que se había extraviado, primero en la noche
oscura de la dictadura y después bajo la impunidad neoliberal, y que fue
recuperado por la voluntad de ese mismo hombre al que hoy buscan caricaturizar
como si fuera el arquetipo del avaro y custodio de bóvedas donde se guardarían
riquezas fabulosas. Nos referimos a un país que vuelve a colocar en el centro
de sus disputas y debates las cuestiones fundamentales de la igualdad y de lo
justo. Una década en la que la reconstrucción de la política se transformó en
una de las claves decisivas para volver a soñar con un país más justo, libre y
emancipado. Eso es lo que está en juego en esta hora preñada de dificultades y
desafíos. Ellos, los inspiradores de tanto odio, lo saben: es ahora cuando
tienen que golpear despiadadamente. Nada más horroroso, para su visión
alucinada, que la consolidación y la ampliación de un proyecto que vuelve a
hacer visibles a los invisibles de la historia. Eso, nada más ni nada menos, es
lo que ha estado y sigue estando en disputa en esta década atravesada por
cambios notables y nuevos desafíos que, eso pensamos, deberían, siempre, ir en
busca de una sociedad más justa.