Por Carlos Girotti*
Una crónica originaria
18-05-2010 /
La ceremonia quiaqueña fue sencilla pero harto emotiva. Allí estaban los guaraníes del Ramal jujeño, ajenos por completo a las alturas de la Puna y, sin embargo, hermanados a los kollas habituados del lugar. Había mocovíes también, y pilagás venidos en representación de sus comunidades y territorios, pero el grueso de los presentes era distinguible por los coloridos atuendos guaraníes y los ponchos y chulos de los kollas. Estaban los abuelos sobrevivientes, junto a muchos de sus familiares directos, de aquel Malón de la Paz que, en 1946, habían caminado desde Abrapampa hasta Buenos Aires sólo para volverse con una frustración que, seis décadas más tarde, esperan no repetir. Como fuere, luego de que la Mama Quilla lanzara a los cuatro vientos el humo de la pipa ritual y de que todos los caciques hicieran lo propio, Milagro Sala levantó su puño y absolutamente todos los presentes gritaron a voz en cuello los estentóreos ¡jallalla! y ¡yasurupay! de sus mayores. La marcha había comenzado.
Las comunidades quiaqueñas arribaron a San Salvador de Jujuy muy tarde, en esa noche fría del miércoles 12. Ateridos, pero sin parar de cantar y bailar ni un instante, dos mil tupaqueros los aguardaban. Eran parte de los disciplinados militantes de la Túpac Amaru, la organización que dirige Milagro Sala que, a partir de ese momento, reconocerían como cabecera de la columna a las ancianas y ancianos de las comunidades. La despedida de Jujuy, al día siguiente, fue una fiesta. Tras la ceremonia, con todos los representantes unidos en un círculo junto al fuego ritual, la cantante Mónica Pantoja les regalaría un puñado de huaynos, zambas y carnavalitos a modo de deseo de un muy buen viaje. Ya para ese momento, los 3.600 integrantes de la columna se abrazaban y danzaban al ritmo final de El humahuaqueño.
La caravana de más de setenta rodados, entre ómnibus y vehículos de apoyo, se desplazó entonces hacia Salta, pero allí no habría fiesta. Un absurdo argumento municipal detuvo a la columna en el parque San Martín: las autoridades alegaron que la histórica plaza Nueve de Julio, sobriamente conservada para solaz y esparcimiento de los turistas, no era un lugar apropiado para un acto “con tantas personas”. No dijeron indios, pero se sobreentendía: ya se habían sumado diaguitas y qom-tobas con lo que “las personas” eran cada vez más numerosas y, quién sabe, peligrosas.
El grupo dirigente de los ancianos no se arredró y, lejos de intimidarse por el ostensible y desproporcionado cerco que tendía la infantería policial, se aprestó a ordenar el avance. Pero ahí primó el temple y la serenidad adquiridos por Milagro en tantas peleas desiguales. Ella sola, apenas secundada en silencio por un reducido grupo de tupaqueros, inició las tratativas que se prolongarían por más de una hora y media, mientras el frío no se apiadaba de la quietud de los marchantes. Al cabo, la Flaca –como le dicen quienes la quieren– lo consiguió, y la columna pudo ingresar a la plaza cuando ya era la medianoche: el gobernador Urtubey habría comprendido que la preservación del lugar no valía un disgusto con la historia.
No se hizo noche en esos parajes poco hospitalarios. Finalizados el acto y la ceremonia, la marcha siguió la ruta nocturna hacia Tucumán para armar las carpas, disponer los hornos panaderos y los camiones con alimentos en el camping municipal, pasado el amanecer del día 14. Ahí sí, otra fiesta. Tucumán recibió gratamente a los pueblos y naciones indígenas pues, luego de que la columna caminara los más de 3 kilómetros que la separaban del centro de la ciudad, ésta franqueó su plaza Independencia y les abrió las puertas de su Casa de Gobierno.
Pero unas cuadras antes, frente a los Tribunales, la columna se detuvo: la viuda y los familiares de Javier Chocobar, el dirigente campesino asesinado impunemente por un estanciero y dos matones, exigieron la inmediata detención de los homicidas y la apertura de un juicio oral. Luego, con la columna ante la gobernación, sus dirigentes fueron recibidos por la ministra de Educación y por el secretario de Derechos Humanos en el salón de actos. Los funcionarios gubernamentales escucharon una a una las reivindicaciones: escuelas y universidades bilingües, devolución de las tierras ancestrales, garantías de protección al medio ambiente, cese de toda forma de discriminación, abolición de la conmemoración del 12 de octubre como Día de la Raza, juicio y castigo para los asesinos de Javier Chocobar.
Al cabo, los ancianos y Milagro Sala salieron al balcón para saludar a los marchantes y sus figuras, recortadas a contraluz, fueron ovacionadas desde la plaza en medio de cánticos, danzas y petardos. Por la noche, durante el fogón, la gente de Carta Abierta Tucumán, que había organizado la conferencia de prensa para la marcha, le regaló a Milagro el enorme afiche de bienvenida. El sábado 14 la alegría sería santiagueña. Primero un acto en La Banda y luego, tras el esperado cruce del río Dulce –una y otra vez mentado por las chacareras– otro acto en Santiago que culminaría con bombos, violines, cantores y bailarines populares.
Ahora, mientras este columnista redacta a bordo del ómnibus que transporta también a la dirigente tupaquera, a su esposo Raúl Noro, a sus amigos Marcela Bordenave y Nono Frondizi, la marcha se dirige hacia Cerro Colorado, Córdoba. Quien aquí escribe siente una rara sensación. Se sabe algo así como partícipe necesario –al fin y al cabo no se integró a esta iniciativa como un espectador de primera fila– y, por lo mismo, no concibe “marchar” sin plantearse las mismas cuestiones e interrogantes que el resto de sus compañeros de viaje.
Ellos, los indios, reivindican su condición de preexistentes a la colonización y a la propia Revolución de Mayo. Al final de cuentas, su sangre generosa se derramó a raudales en ambos hitos de la historia. Pero también después. El genocidio, y más tarde la discriminación y el avasallamiento de sus comunidades, durante años los empujaron a los márgenes del avance social. A su modo, saben que están frente a una nueva oportunidad. Esta marcha hubiera sido inimaginable en otro contexto nacional y latinoamericano.
Es ahora, dicen, pero la determinación no los obnubila. Desconfían, recelan, y lo bien que hacen: nadie, por fuera de ellos mismos, será capaz de articular sus propias fuerzas y acrisolarlas para lograr objetivos tan caros. No obstante, marchan hacia la Plaza de Mayo, ese otro centro ritual de la vida política, social y cultural de la Argentina.
¿Serán escuchados? ¿Las políticas efectivas que reclaman se harán una cuestión de Estado? ¿Aceptará el Estado, moldeado a sangre y fuego por la matriz neoliberal, abrirse a una nueva dimensión pluricultural y plurinacional? ¿Cuánto de la democracia real –la participativa, plebiscitaria y ciudadana– se está jugando en la respuesta a esos y otros interrogantes? Y la última pregunta, la que este columnista no cesa de repetir y repetirse: ¿será mucho pedir o ya es hora de que se responda a todo lo imprescindible –como esos derechos y reivindicaciones– y no hay excusa que valga? En cualquier caso, una certeza alumbra a esta marcha y es, precisamente, la de que sus protagonistas ya no podrán ser ocultados.
* Sociólogo. Conicet.