miércoles, 2 de septiembre de 2009

CHANCHOS VOLADORES

Por Aldo Birgier (1)

Siempre es posible empezar a hablar con un poco de serenidad, pero primero hay que esperar a que se acalle el griterió. Con respecto a la «gripe chanchera», más académicamente conocida como Influenza ah1n1, quedan pocas excusas para no hacerlo ahora.
Todavía no estoy tan seguro de que los porcinos no tengan alas. Pero, como las brujas, ¿vio?
Porque la cantidad de idioteces, exabruptos, enormidades y vómitos verbales proferida por la corporación mediática ha sido para acojonar hasta a los espíritus menos impresionables.
El problema es que cuando llega la hora de la verdad (o al menos de un poco de ecuanimidad) ya nadie te escucha porque ya cambiaron de tema y de prioridades. Pero no está de más hacerlo como un módico ejercicio de reflexión crítica ex-post-facto.
Hemos pasado (sí, hemos), por una supuesta «pandemia» de lo que siempre fue una endemia cíclica, cascoteados por una feroz manipulación de la opinión. El alarmismo siempre da sus rindes, desde el agujero de ozono o la calentura global, hasta supuestas catastróficas emergencias médicas.
(Claro que nunca tanto como para llegar a la descarga apocalíptica como la que hace gala una señora a la que, por suerte, ya nadie escucha. Bueno, nadie no, que siempre hay un espacio en la pantalla corporativa para la tilinguería. ¿Y quíen sería tan cruel como para negarle un cacho de tubo catódico, en especial si cumple con la finalidad de «desgastar» al enemigo principal de los dueños del éter?)
Cualquiera que hable sobre estos temas, sobre todo quienes trabajan en la Salud Pública, lo mínimo que debe hacer antes de largarse a decir ganzadas, tiene que darse una vuelta por la banda flaca, gorda o ancha (según la capacidad de acceso) y revisar las estadísticas epidemiológicas. Supongo que muchos lo hicieron aunque no les dieran mucha bola. Es que la honestidad intelectual no da rentas.
En vez de tranquilizar había que fogonear. En vez de informar con conocimiento de causa había que hacer honor al gebbeliano aforismo. Ese de que hay que mentir, que siempre queda un resto.
Escucho un tanto divertido y otro fastidiado, una señora que llama a la radio para comentar indignadisima «¿Qué hace la presidenta en Honduras, si aquí hay una monstruosa epidemia?» y me pregunto que carajo tiene que hacer la susodicha, si no es médica, salvo salir para una estampita alla Sarmiento cuando lo de la fiebre amarilla, o algo así.
Tampoco falta el contradictorio que sugiere que la epidemia es una pantalla para ocultar otras cosas y, sin explicar el salto, pasar a comentar con la misma convicción que están ocultando la real magnitud del asunto. O la empleada del hospital local que insistía en que la morgue tenía aperchados no menos de cincuenta cadáveres, hasta que uno le hace notar que los muertos no se pueden ocultar ahora como en otros tiempos, porque no los maneja Salúd Publica, sino que son asunto de la policía. Que hacer un acta de defunción sin ver el cadáver se ha tornado temerario luego del caso del pituto.
En fin, parece que «esta» gripe no es como las otras, Organización Mundial de la Salud dixit. Sin embargo sí es como las otras, salvo por ese detalle de que da para el catastrofismo variopinto.
Que yo recuerde, cuando chico, venía la abuela, te ponía la mano en la frente y dictaminaba con toda autoridad, «este niño tiene un poco de fiebre, metémelo en la cama, dale una aspirineta, y que no vaya a la escuela». Siempre para la misma época. Sin alarmismos. De paso, té con limón, si teníamos suerte un poquito de chupi agregado, cognac si éramos de la clase que corresponde o si no, un chorrito de grapa. Lindo. Así aprendimos a querer más a la abuela.
Una piolada infantil de forma era la de ponernos papel secante en los zapatos por ese mito, que nunca pude comprobar si era cierto o una leyenda urbana, de que te elevaba un par de lineas de temperatura. Y en una de esas zafabas de la escuela ese día.
Y si venía en serio, te ligabas como mínimo una semana de vagancia sin culpa. Y con mimos de la vieja, y menos severidad del viejo que ni se atrevía a sugerir que «este chico debería estar en la escuela”. Por las dudas.
En mi caso, luego de grande, me ligaba una gripe o algo parecido casi todos los años. Mucho moco, estornudo, tos, ojos brillosos y sueño inquieto. Cuando dejé de ser grande y pasé a mayor en serio (todavía no sé si somos sesentistas o apenas sesentones... y ni se le ocurra decirme sexagenario) empecé a vacunarme anualmente, y hace como quince años que la nariz colorada y los ojos lagrimeantes son sólo producto de alguna miserable rinitis, no más.
Pero esta vez, la complicidad de las “burocracias de oro” internacionales, cruzadas con la corporación farmacéutica, y otros vivillos sueltos, hicieron su agosto, entre fines de marzo y principio de setiembre.
Reventaron la economía de México, y nos colocaron al nivel de vergüenza internacional con eso de «el país que más muertos tuvo por la pandemia». Reventaron tambien parte de nuestra economía, la de todos los días. Y de paso sirvió para el uso más miserable que se pueda hacer de una eventual emergencia sanitaria: el uso político.
Ya algo habían intentado con otra gripe, esa sí voladora, la aviar. Y fabricaron a lo loco toneladas de Tamiflu (perdón, digo la marca aunque mi intención es todo lo contrario a hacerle propaganda a ningún laboratorio atorrante. Ya bastante gasta en propaganda con la excusa de “investigación”). Pero algo les falló, y se quedaron hasta tarde con el pescado sin vender. Un pescado que, medio podrido, consiguieron vender aquí: trescientas mil dosis de una cosa que no sirve para un corno, salvo en casos muy especiales de gente con alguna condición de cuidado, la cual ya sabe que se debe cuidar. O sea, unas diez o veinte mil…
Sin embargo hay un par de datos que ponen blanco sobre negro sobre el tema, y para eso sirve ir a las estadísticas epidemiológicas:
Durante el período estacional anterior, se registró en nuestro país un total de UN MILLON DOSCIENTOS MIL CASOS de gripe estacional. Pero sólo Salud Publica registra eso. En realidad al menos tres veces más cursa la enfermedad viral por su cuenta (como cuando nuestras abuelas, recuerdo). Simplemente no fueron a trabajar o a la escuela y se quedaron en casa hasta que se les pasara. O sea tuvimos unos tres millones y medio de estornudantes, tosientes, afiebrados y encamados. En ese mismo período, se registraron más de TRES MIL QUINIENTOS fallecimientos por afecciones respiratorias o de otra índole, como neumonías bilaterales (antes les llamaban pulmonía dóble, y en joda, «triple») y otras condiciones, entre ellas las pediátricas como la bronquilitis, etcétera.
En epidemiología eso se llama Indice de Letalidad, que sale de sacar la cuenta entre la Morbilidad (cuántos se enferman de algo) y Mortalidad (cuántos se mueren de eso). En este caso, fue de apenas del uno por mil. Realmente muy bajo si se piensa que el chagas, por ejemplo, tiene casi el cuarenta por ciento de letalidad.
O sea, aunque la gripe no mata, ayuda bastante a algunos pocos a dar el mal paso. Pero a muy pocos. Lo cual es una desgracia para quien le toque y sus familiares, lo cual me obliga a darles mi más sentido pésame. Pero nada que obligue a armar el zafarrancho infame por el que nos hicieron pasar.
En todo caso, debería haber otro modo de hacernos tomar conciencia de que pasábamos cíclicamente por una endemia pandémica. O sea, que en todo el mundo, como un balancín, de un hemisferio al otro, caíamos como moscas todos los años, y nos levantábamos como langostas luego de unos días febriles. Y unos pocos no.
¿Qué pasó ahora con la «cepa terrible», culpa de los porcinos? (Algunos tarados talibanes sacrificaron un montonazo, pobres criaturitas de dios, en algún país al que no le hicieron nada para merecerlo).
Pues nada. Aquí, apenas hubieron unos cien mil contagiados y menos 500 muertos. Algo como para hacer una fiesta, pues este año se salvaron unos tres mil, que seguro iban a pasar de largo. Con la salvedad respetuosa de aquellos que les tocó, y de sus familiares, el resultado ha sido positivo: las medidas de higiene y cuidado sirvieron para la otra gripe, la de siempre.
Sin embargo creo que no es ese el modo más atinado de manejar una moderada emergencia sanitaria. Porque también hay un efecto pernicioso, que podríamos llamar “efecto pastor mentiroso”. Es que cuando la gilada se dé cuenta que la tomaron para el churrete; aterraron medio sistema solar con un catastrofismo infundado, obligaron a comprar barbijos, gel de lo que sea y otras pavadas, agravaron la crisis económica, se chuparon el desarrollo turístico, destruyeron sus ahorros, generan desocupación, estrés, miedo y alguna que otra neurosis colectiva; va a reaccionar como siempre lo hace. «Para otra no me pescan» van a decir. Y cuando venga una en serio, no va a dar bola. Y como decía el curita del pueblo ante la radicación del nuevo prostíbulo, «Y ahí es donde nos jodemos todos»...
Lo cual no puede menos que llevarnos a los de Carta Abierta a insistir en algo que venimos planteando: HAY QUE MEJORAR LA CALIDAD COMUNICACIONAL DEL GOBIERNO NACIONAL. (Especialmente ahora que, en una de esas, se consiga hacer aprobar la bendita ley esa, la de Medios Audiovisuales).
Porque si hubieran difundido de entrada estos datos que les estoy dando, habríamos podido descubrir que... los chanchos no vuelan.
Al menos no los porcinos auténticos, esos que nos comemos, no los que nos comen.


(1) Lic en Psicología

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